Y todo en alta fidelidad

Nunca hubiese pensado que el amor fuese tan fuerte, tan puro. Nunca pensé que se podía ser tan feliz. Estuve casada veintiocho años. El día de mi cumpleaños me había puesto muy pizpireta y estaba esperando a mi marido con la misma ilusión de siempre. Llegó a casa y se me cayó muerto». Aquí se nubla la vista a Ana María Matute, quien me confiesa este capítulo de la novela de su vida. 

¿Cabe el amor puro, fiel, duradero, de persona a persona, sin que medie o intermedie el dinero, el negocio, la posición, el «braguetazo» (palabra española emparentada con «las enaguas», «estos ojos que sé comerá la tierra», el «hermanísimo» y otras expresiones del «tremendismo celtíbero» en cuyo jardín semántico crecen los disparates de Goya, los sueños de Quevedo, los esperpentos de Valle, los cuadros de Valdés Leal y de Umbral)? «Dame un besito», le dijo un niño mío cuando tenía siete años a mi nena de entonces dos años. 

«Déjame el coche» (un juguete, claro). «Elena, no te lo puedo dejar. Lo vas a romper». «Pues no te doy el beso». «Bueno te lo voy a dar de todas maneras». Le da el beso a la fuerza. Elena se pasa la mano por la cara, en actitud de desplante de El Cordobés cuando dió un pase a una almohadilla en la plaza de toros de Pamplona, y hace ademán de tirar el beso a la papelera. ¿Do ut des? ¿Puede la mujer hacer un trato o un contrato y negociar su amor, sus besos, su cariño a tanto la hora o bien vender una exclusiva a un «viejo verde» (made in Spain) a quien hay que «tragar las babas» para «sacarle tajada»? Le cuento a Ana María Matute el último dato etnográfico recogido y clasificado en mi carpeta «Alta Fidelidad». 

La viuda de Eugenio del Castillo, violinista concertino de la Orquesta Nacional de España, me cuenta: «Vivimos mi marido y yo cincuenta años de felicidad. Una noche después de cenar muy a gusto, como todas las noches, se acuesta el primero. Se solía quedar en la cama leyendo algo y yo daba alguna última vuelta por la cocina y volvía. Ya acostado, me cogió de las manos y, mirándome a los ojos con su cariño infinito de siempre, me dijo, "¿vendrás pronto?", y se me quedó muerto en mis brazos. Tengo esa frase grabada con fuego en el alma». 

Ana María Matute, al oir la última frase se cubre el rostro con sus manos. ¿Puede ser el amor el echar de menos al amado durante unos minutos que son una eternidad? ¿Puede ser el amor simplemente la persona amada? ¿Pueden ser algo más que literatura los versos de San Juan de la Cruz: «Quedéme en su regazo y olvidéme/ dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado»? ¿Puede el amor hacer al amante olvidarse de sí mismo e, incluso, olvidar su «cuidado», las letras (impagadas), las acciones (que han bajado), los intereses (termitas silenciosas), las «puñaladas traperas» de los enemigos disfrazados de amigos íntimos, el «duro bregar» de la vida (made in Unamuno)?

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