Las palabras escritas sufren una revolución

Palabras. Oraciones. Párrafos. Textos. Esto lo estudiábamos en lengua como si fuera una maldición. Unidades pequeñas iban encadenándose en unidades más grandes. 

Y nos lo preguntaban y lo escribíamos en los exámenes, aunque no nos importaba. Y sin embargo, esas palabras que se encadenan nos hacen humanos.

Un catedrático de universidad francés –fantaseo yo con que el buen señor será de edad avanzada– expresaba en un reportaje su estupefacción por un fenómeno que había observado en las novísimas camadas de alumnos: antes de enfrentarse a los exámenes por escrito, los jóvenes realizaban entrenamiento de las manos: calentamientos, giros, flexibilidad, resistencia... Les costaba escribir durante mucho rato...

No sé si exageraban en el reportaje, que me pareció un tanto anticíclico: defendía que tomar apuntes a mano resulta más eficaz para el proceso del aprendizaje que tomarlos en el ordenador portátil. 

Utilizaban datos de algunos estudios comparativos que han empezado a realizarse en Francia y en Estados Unidos. Resaltaban que con el ordenador se podían apuntar más cosas, pero de forma más mecánica, más acrítica y con menor capacidad de retención.

La moda y los tiempos son como un gran ola que arrastra lo antiguo, bueno o malo... Las revistas especializadas en educación no paran de ofrecer propaganda de grandes grupos empresariales sobre los cambios que resulta conveniente realizar en el aula. 

Los gurús hablan de niños con su teléfono, tablet y ordenador en clase, materiales multimedia, manuales electrónicos. Lo esencial va siendo, por tanto, enseñar a diferenciar lo importante de lo accesorio y un nuevo tipo de disciplina personal interior.

Porque si las palabras escritas sufren una revolución, nuestro lenguaje natural y nuestras relaciones humanas se están transformando.

En las reuniones sociales de amigos, entre adultos, no tardamos mucho rato en asomarnos a nuestros teléfonos. 

Estamos hablando y, de repente, alguno de nosotros nos abandona, sin moverse, a través de la terminal de su aparato. 

Nos va ocurriendo lo que criticábamos a niños y adolescentes hace unos pocos meses. Cuando viajamos en tren estamos dejando de mirar –y admirar– los paisajes por la ventanilla porque niños y adultos nos conectamos a una realidad virtual y los mensajes no dejan de cantar su entrada por los vagones. 

En las charlas donde no está estrictamente prohibido, los ponentes observan que la mente de una parte de los presentes se engancha a sus artefactos electrónicos.

Yo peleo para que mis adolescentes interioricen que no se va a desayunar, comer o cenar con el teléfono. Así que dentro de unos meses las parejas reñiremos exactamente por eso. 

Tendremos que aprender a cabalgar sobre esto o hacer lo que los mafiosos de las películas, dejar las armas antes de entrar en las reuniones, por evitar el vicio de los usos mecánicos.

Pero hay efectos positivos inesperados hasta en las nuevas formas de pereza. La pizarra electrónica que se utiliza ahora en las escuelas debe de ser muy útil, pero para que a fin de curso para los profesores, hartos de imponer disciplina cuando empieza el calor, puedan poner películas, hora tras hora, a los niños y niñas, y tenerlos así más tranquilos y calladitos. 

Existe la posibilidad cierta de que en el caso de que los profesores tengan buen gusto, los niños vayan saliendo muy aseados y presentables en cultura cinematográfica. Y eso que no está en el currículum. Bah! Y nos va salvando, de momento, quedarnos de vez en cuando sin batería. No digo más...

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