Quien era Pedro Romero

«iAy, Pedro Romero, por tu culpa yo me muero, muero!». Ya lo cantaba Conchita Piquer y ya había corrido agua desde los días en que el torero sintió los achaques de la decrepitud, para alcanzar después una muerte cristiana y ejemplar, hasta que doña Concha echó la copla. «Ronda está enclavada sobre una elevada roca, combatida por el viento norte, que es el más frecuente y por los del oeste y el este; soplando este último con tanta fuerza, que en varias ocasiones suele arrancar de raíz los árboles más corpulentos, como el nogal, la encina y el quejigo o roble: goza de atmósfera alegre y despejada y de un clima sumamente saludable, siendo las enfermedades más comunes en el invierno los constipados, algunas pulmonías y otras afeciones de pecho, y en el verano las calenturas intermitentes, producidas por el mucho exceso de comer frutas en que abunda el país».

Así comienza la descripción de Ronda en el «Diccionario geográficoestadísticohistórico» del inolvidable señor don Pascual Madoz, súbdito de S.M. la Reina doña Isabel II, a quien dedica la obra. Y así dice de su famosa plaza de toros: «Fue construida a espensas del real cuerpo de maestranza y tiene una puerta bien pintada en la que se ven las armas reales.» Y cuenta muchas más cosas del glorioso monumento, pero jamás se refiere a Pedro Romero, hijo de Ronda, glosando en cambio a los señores Luzón, Lobo, Fraile, Campos, Diego Pérez de Mesa, Vázquez, Ramos, Navarrés y otros muchos, todos notables y ninguno torero, oficio al que el ilustrado don Pascual no debía ser proclive.

«El que quiera ser lidiador -decía Pedro Romero- ha de pensar que de cintura para abajo carece de movimientos. La honra del matador está en no huir ni correr nunca delante del toro, teniendo muleta y espada en las manos. El espada no debe jamás saltar la barrera después de presentarse al toro, porque esto ya es caso vergonzoso. El lidiador no debe contar con sus pies, sino con sus manos, y en la plaza, delante de los toros, debe matar o morir antes que correr o demostrar miedo.» Así escribía el escribiente de Pedro Romero con orgullo parecido al de «Beau Geste», al de «Sitting Bull» o al de don Alvaro. Antes la muerte que la deshonra. Claro que Pedro Romero contaba con una enorme ventaja, conocía su trabajo y conocía a los toros mejor que nadie, cosa que ahora no pasa, que más vale saltar la barrera a tiempo, arrojar muleta y espada y ofrecer posaderas al de las patas negras, que exponerse a un percance.

Salvo excepciones. Y así ese saber y ese conocimiento lo subraya él mismo con ingenuidad relatando un lance ocurrido en la plaza de toros de Madrid: «Otro quite hice en esa plaza al tío Manuel Ximenez en los términos siguientes: le dio el toro una caída, y habiéndose levantado el caballo muy pronto, se quedó tío Manuel tendido a la larga; yo estaba a una distancia regular, con el capote en la mano: el toro puso la vista en mí sin embestir, y solamente se alegraba cada vez que me miraba, y de cuando en cuando miraba a tío Manuel, y yo le meneaba el capote y volvía a mirarme, a todo ésto sin partir ni a uno ni a otro, pues estaba algo aplomado; le dije en este tiempo al tío Manuel: levántese usted sin cuidado; y como estaba algo pesado, tardó en levantarse y últimamente se levantó y tomó barrera.» No cabe duda que las gentes de su cuadrilla -incluido el mentado «tío Manuel», que debía de ser un peso pesado de caballería- tenían ciega confianza en el maestro de Ronda, al que según testimonios de la época bastaba con mirar a los ojos del toro para conocer sus intenciones.

Y eso que no sabía juntar las letras el maestro de Ronda. Según noticias de aquellos tiempos -poco faltaba para que accediera al trono el mal llamado Pepe Botella- Pedro Romero se retiró a la edad de cuarenta y cinco años y cuál no será mi asombro cuando escucho la voz de don Natalio Rivas, que asegura: «entonces -1799- no ofrece duda que los hombres tardaban más que hoy en envejecer -1947, ayer por la tarde- y la edad que hoy es umbral de la senectud era en aquellos tiempos apogeo de vigor y lozanía».

Es bien curiosa la opinión del bueno de don Natalio, ya que en otros textos, no menos sabios, se afirma que «por aquella plazuela casi se arrastraba un pobre anciano con más de cincuenta años cumplidos». Habida cuenta que Curro Romero -el Romero de nuestros días- no sólo no se arrastra, sino que de cuando en cuando se pega tres lances que estremecen a su Maestranza e incluso a nuestra Señora del Falso Mudéjar, y que ya ha cumplido los cincuenta y cuatro y que el gran Antonio Chenel, Antoñete, se fue de los toros con más de cincuenta años, edad que también alcanzó el gran Antonio, bien claro está que los toreros -ya en 1990- no están precisamente en el umbral de la senectud cuando cumplen cuarenta y cinco años. Estas sencillas reflexiones nos han apartado un poco de la foto fotomatón de Pedro Romero, el rondeño glorioso.

Los que le conocieron, los que le vieron torear, aseguran que nunca jamás hubo un diestro que consumara con mayor perfección, sencillez y maestría la suerte de recibir: «se cita al toro para el lance fatal, lo deja llegar por su terreno y sin mover los pies meterá el brazo de la espada.» Claro que en Pedro Romero aquello le venía de familia, porque fue su abuelo Paco quien primero se lo hizo a un toro. Amanecía el día 19 de noviembre de 1754. Un niño, bajo el signo zodíaco de Escorpión, vino al mundo en Ronda y ese niño iba a revolucionar lo que luego se llamó el arte de Cúchares.

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