Buscando aquella afición perdida

Dicen quienes lo vivieron que en esta plaza hubo momentos de esplendor y que su bella arquitectura cobijó tardes de gloria. El coso balear es sin duda, hermoso, producto de una sabia combinación de la madera de sus balconadas y la piedra, desnuda y clásica, de sus cuatro torres. Sesenta y un años tiene esta plaza y aunque haya albergado multitudes, difíciles tiempos les esperan a los empresarios -Antonio Ordóñez y Julio Stuyck- que pretender reflotarla. Hay que partir de una evidencia incontestable: la afición de Palma de Mallorca está si no muerta, sí en estado cataléptico.

Resulta desolador, media hora antes de la corrida, ver las taquillas desiertas y sin que un maldito reventa -tan denostados, tan golfos y tan mercachifles- invada nuestra intimidad con la propuesta de una estafa pactada. Los reventas son también un síntoma de vitalidad. Pero ayer en Palma qué o a quién iban a revender si apenas se había vendido un cuarto del aforo. A Roberto Domínguez le aplaudieron con entusiasmo y hasta le gritaron: «viva el arte castellano».

Roberto, con el inválido de Tassara, recitaba discretamente una reposada melodía sin más carencia ni más profundidad que la cadencia sincopada que le permitía la quebrantada salud del animal. Las verónicas de Cepeda eran perfectos dibujos a plumilla. Bellos trazos a pies juntos, sin esa densidad de sombreado o claroscuro que da el carboncillo bien aplicado. La plumilla es alada y grácil; el carboncillo tiene más textura compositiva. Fue bello en más de un momento ese suave ejercicio de dibujo y lo hubiera sido más si el bicho, encastado y noble, no le hubiese topado con tanta frecuencia la muleta.


En otra ocasión, en lugar de toparle la muleta, le topó las posaderas y le dejó con el culo al aire; literal y metafóricamente. Le hicieron un remiendo al traje, pero la sensación de que no había dibujado el cuadro que el toro merecía prevaleció en los pocos espectadores que asistián a la corrida. La faena de Lozano fue de trazo más rotundo, de aguafuerte goyesco. Era un toro que se revolvía con presteza y que, poco a poco, se fue dando cuenta de que los cuernos son armas ofensivas y no adornos. Consecuentemente buscaba la yugular de Lozano y otras zonas igualmente vulnerables y más bajas que Lozano supo preservar con gallardía y decisión.


Lo de Roberto Domínguez al cuerto tuvo ya densidad de pintura al óleo. Sin filigranas porque el toro no admitía florituras. Serenidad y equilibrio desde los ayudados por bajo, pura estatuaria en movimiento, hasta los redondos: densos, labrados, secos. Acabó la faena como la había empezado, con ayudados por bajo.

Pero si los primeros tenían voluntad de sometimiento, los últimos eran de naturaleza más artística. Eran el remate a una faena con el único alarde del derroche de poderío y mando al toro, quizá más duro, de la corrida. Ya es mérito que un torero de arte como Cepeda convirtiera en materia toreable la bronca mansedumbre de «Sanluqueño». Habrá quien diga que el elegante y parsimonioso Cepeda toreó casi siempre en tierra de nadie, o sea en paralelo y con precauciones; pero qué otra cosa iba a hacer. Todas las precauciones eran pocas. Pese a todo se permitió algunas alegrías de su indudable calidad y personalidad torera. Lozano sin embargo nada pudo permitirse en el sexto salvo unos lances a la verónica que eran toda una promesa.

Este Tassara era tan inválido como su hermano. Y a los inválidos no se los torea; se los cura, se los mima o se los manda en una silla de ruedas a una residencia de la tercera edad. Pero Lozano se dijo que él no era médico y como pudo, sin grandes complicaciones, le fue metiendo al de Tassara la ilusión de que era toro bravo y feroz. Con esta benéfica convicción el bicho pudiera haber muerto feliz, si Fernando Lozano no se hubiera dedicado a pincharlo sin compasión y reiteradamente.

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