Un miura de armas tomar

Para días así, miuras por la mañana y pablorromeros por la tarde, es más adecuado el oficio de un corresponsal de guerra que el de un cronista taurino. Lances hay que demandan una prosa bélica y castrense en lugar del lirismo colorista de la copla o el romance. Aquello de que en las hispanas letras muchas veces fueron juntos el verso y la espada pudiera ser una utilitaria síntesis, una edificante solución estilística para estos casos. Puede ocurrir que luego no sea para tanto y que las batallas, que se anuncian cruentas, sean simples e inseguras escaramuzas, con sobresaltos y sustos, eso sí. 

Ocurre que los miuras plantean a veces una guerra de trincheras, puramente defensiva, cuya fortaleza es difícil asaltar sin perder en el empeño parte de la tropa y hasta el santo y la seña del propio estandarte. Súbitamente, el frente inmóvil de los miuras se convierte en una guerra de guerrillas y entonces sobrevienen las angustias de los toreros. Golpes de mano por aquí, fuego graneado por allí, maniobra envolvente por el otro lado. Pretender torear a estos toros con un manual de academia o pretender darles docenas de pases sacados de un catálogo general de la tauromaquia de uso doméstico es empeño vano. O algo peor, ignorancia suicida. Los miuras anhelan la venganza que anhela el desesperado y tienen la osadía mortal del que nada tiene que perder y lo sabe. Su obsesión es morir matando. 

Por eso, al sentirse heridos, se arrancan moribundos, arrebatando capotes y atropellando toreros, contra toda lógica y argumento. Así se explican los continuos avisos que los matadores hubieron de escuchar y la docena de descabellos de Tomás Campuzano.

En circunstancias así, procede echar mano de soluciones de emergencia tales como machetear, romperle el cuello al toro con doblones poderosos y, a las primeras de cambio, tumbarlo de una estocada en las agujas. Eso, creo que se llamaba lidiar y es signo, también, de eminencia torera y lidiadora. Refiere Pedro Romero una singular competencia que mantuvo una tarde con Pepe Hillo; había atado Pepe Hillo un sólo pase de muleta y, echando mano del sombrero de castor, mató al toro de una estocada. Difícil se lo había puesto a Romero que se atribulaba buscando la forma de superar tal destreza. Pedro Romero tiró la muleta, tiró la cofia y, echando mano de la peineta que se usaba para sujetar la cofia, avanzó hacia el toro y «lo agarré -cuenta- por lo alto de los rubios y lo eché a rodar de la estocada que le di. Dejo a la consideración de ustedes la que se armaría en la plaza». Economía, toreros, economía, habría que decirles a muchos toreros de hoy. 

El sombrero de la ganadería de Núñez Benjumea tenía trapío pero al lado del miura devuelto parecía un novillote. Tomás Campuzano se dijo «esta es la mía» y se dedicó a endilgarle pases: a espuertas. No se daba cuenta de que a las seis y media de la tarde su hermano tenía que torear los pablorromeros y que quien más o quien menos quería irse a comer para estar de vuelta. Puede que todavía Tomás siga dando pases y poniendo en peligro, por falta de tiempo material, la suspensión de la corrida. Es el colmo. Siempre en peligro de suspensión: por la lluvia o por Tomás Campuzano.

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