Sin pausa pero con ritmo en Las Ventas
Charles Willeford, sargento mayor de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, cuatro veces condecorado por su mérito y valor en acciones de guerra, descansa en un nicho del Cementerio Nacional de Arlington. Una pregunta puede ser: ¿cómo pudo tan heroico militar escribir novelas tan negras y salvajes? Otra es la inversa: ¿cómo pudo un escritor de su catadura ofrecer tan grandes servicios a su país? Estamos ante un tipo insólito, de vida rara. Doble vida.
Nacido en Little Rock (Arkansas) en 1919, se quedó huérfano de padre y madre a los ocho años. La tuberculosis se los llevó. A los 12 años, comenzó a meterse en problemas abandonando sus estudios y, sobre todo, escapándose de casa de su abuela. El niño se dedicó a viajar en trenes como polizonte durante dos años, lo cual era frecuente en los tiempos de la Depresión. Pero no a tan tierna edad, claro.
Sin cosa mejor que hacer, el adolescente Willeford se alista, dos años después, en la Guardia Nacional. Para ello, suelta una de sus mentiras, pues no tenía la edad mínima reglamentaria para enrolarse. Ese mismo año, 1935, se sale de la Guardia Nacional y se mete en el Ejército, que lo manda a Filipinas. Ahí empieza dos décadas de entrega a las armas, con entradas y salidas y cambios de especialidad.
En Filipinas le toca desempeñarse como cocinero y conductor de camiones. Se sale del Ejército. Vuelve a meterse, pero esta vez en Caballería. Lo asignan al presidio de Monterrey, donde aprende a montar y a cuidar caballos.
Lo deja, y aprovecha para casarse con su primera mujer. Se ve que le tiran los uniformes. O la comida garantizada y el sueldo corto, pero seguro. Se mete a Infantería. Estamos en 1942, y lo mandan a Europa a combatir, y, como comandante de tanques, pelea, a las órdenes del general Patton, nada menos que en la batalla de las Ardenas. Y le llueven las medallas. ¿No es una biografía extraña para un escritor, aunque sea -vaya a ser- escritor de novela negra (y no sólo novela negra, ahí está lo bueno)?
Desde la cama se incorporó Sebastián Castella, herido hace una semana en punto en Madrid. El hueso púbico que frenó una gravedad mayor extendía sus calambres por la pierna, y los calambres trataban los galenos con corrientes eléctricas para que la pierna respondiese a tiempo. Cosas de la medicina. A las siete horas exactas de la tarde, Castella se liaba el capote de paseo; y a las nueve de la noche pasadas caminaba por la soledad de los medios con la faena de su vida a la espalda, como una gloria apesadumbrada. Le Coq había cerrado minutos antes con la espada una Puerta Grande cantada. Los lamentos de México entero presente en Las Ventas se sentían más por su acento cálido y arrastrado que el castellano cortante, como si el toreo lento y maduro de Sebastián fuera suyo. O así es como lo sienten.
Nadie había visto a Fusilero en los tercios previos. Tal vez sólo Castella a pesar del pitonazo que le atravesó la manga en la lidia. Y si no lo vislumbró, apostó en largo como un jabato. Un brindis al respetable, timido para arrancarse como Dios manda con una ovación a un tipo que en tiempo récord regresaba a la arena del circo y al toro.
Clavado en la mísmisima boca de riego, eclosionó la faena como tantas veces pero no de igual manera: al pase cambiado por la espalda siguió una trenza de muletazos que entre trincherillas y desprecios trepó por los tendidos por su emocionante finura. Y es que Sebastián Castella cuajó una faena fina y rotunda a la vez, brava por la casta de un Fusilero que había que reducir y templar con la muleta por delante, sin renuncias.
No hubo pausa ni prisa pero sí ritmo, ligazón, cintura juncal, mano derecha de gobierno encajado para arrastrar los flecos sin descomponer las armonía jamás. El bronce de Castella y Fusilero desprendía eso, armonía. Un entendimiento supremo sin fallas. Cuando alcanzó la izquierda soberbia ayer, los naturales brotaron con una plenitud pasmosa, una largura inalcanzable, una muñeca que parió el natural de mayo, de una duración que aún perdura en el reloj de la retina de cuantos lo admiraron. Como esas imágenes que no se borran nunca. Por una y otra mano, Sebastián Castella elevó el toreo a su más alto techo, rota la cúpula de su proyección, las líneas marcadas de su concepto. Como el nudo gordiano del principio, otro trenzó en un final cercano, atado al suelo, impertérrita la planta, sin pestañear un músculo, los que algún baboso llama hacer el poste. Ya ves, el poste es malo para quienes gustan de los toreros gorriones, como en su día Corrochano definió a no sé quién: el torero gorrión. La coda genuflexa de la obra contuvo la misma flexibilidad que toda ella, con algún leve tropezón de muleta en cuanto por abajo no viajaba. Castella cuajó la faena de su vida y la feria y seguidamente cagó la faena de su vida y la feria. ¿Cómo se puede enfilar el infinito con la inseguridad que precipita al abismo? La faena de Puerta Grande gloriosa espero que no se quede a la intemperie del olvido. Que en Madrid es pronto y cruel. No le dejaron ni dar la vuelta al ruedo.
Sebastián Castella confirmó a Diego Silveti con Tarifeño, el otro toro de la escalera de Cuvillo. Pero no tanto como Fusilero. O no tan bravo. Con otras hechuras, otra clase. Silveti, en el aniversario del doctorado de su padre, el llorado Rey David, brindó a su tío Alejandro. Y celebró la efemérides con una par de series de tronío, una por cada mano, entre unas cuantas lagunas. El concepto caro del toreo de Diego cortocircuita no sé por qué. Tiempo hay para enlazar los cabos sueltos. Faltó espada. Y con el sobrero sin clase de Salvador Domecq faltó toro, a pesar de la distancia concedida.
Luque no brilló con el lote más deslucido de Cuvillo, una rata impresentable e informal uno y cuajado y sin fondo el otro. Ya Castella había abreviado con el sobrero de Carmen Segovia que fue un calco sin fuelle del toro devuelto. La faena de su vida en Madrid esperaba a la vuelta de la esquina. Un sueño interrumpido a puñaladas. Gloria acuchillada.
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