Cuando los españoles iban a Perpiñán

Durante mucho tiempo fue la gran aventura intelectual y política de los españoles: excursión a Perpiñán para ver El último tango en París. La escena de la mantequilla se convirtió en un referente progre. No sé cómo volverían los ibéricos de entonces después de ver esta película, pero uno la ve ahora y queda hecho polvo: devastación absoluta. La soledad y la desesperación alcanzan una turbadora categoría estética. La cosa de la mantequilla en sí no pasa de ser una escena doméstica de ásperas urgencias, con una incómoda dosis de violencia. 

Parece mentira que un producto alimenticio tan de uso y tan corriente fuera tan mitificado.Llegó a ser una identidad política y erótica en el contexto del franquismo tardío, que había aflojado un poco las bridas; las costumbres se habían relajado bastante y el poder de las sotanas, en materia de moral, había decrecido. Mas, para ver El último tango en París, había que ir a Perpiñán.

Lo de la mantequilla, pues, se convirtió en signo de distinción progresista, que acostumbra a ser un sentimiento autocomplaciente, usurpador de la conciencia de izquierdas. La progresía es la izquierda pija, o sea la izquierda que no lo es; pero en aquel tiempo valía. Lo peor es que la gente acaba confundiendo progres con izquierda, que será mejor o peor, pero un respeto. Quien no hubiera visto la escena de la mantequilla no era progre; como tampoco lo era, más tarde, pasar de las bobadas de la Movida que en gloria esté. Este concepto de progresía supuso una notable alteración del cuadro sociológico de quienes cruzaban los Pirineos para ver los encontronazos entre una recental María Schneider y la ferocidad caníbal de un Marlon Brando en escombros.

La trashumancia española en busca de europeísmo y cachondeo era de pelaje vario: jóvenes contestatarios -especie un poco más definida que los progres-, funcionarios, oficinistas, tenderos, estudiantes, dependientas y mecanógrafas. A fin de cuentas, concupiscencia y morbo masturbatorio carecen de estatus social e ideológico y, a la larga, resultan imparables. Eso los guardianes de la moral lo han sabido siempre; pero se lo callan. También había gente que volvía de la excursión cargada de libros de El Ruedo Ibérico a los que programas y los carteles de cine servían de tapadera. En esos programas y en esos carteles, aunque fueran de El último tango en París, no venía, por supuesto, la escena de la mantequilla.

En este monumento a la belleza trágica y al más doloroso nihilismo que es el filme de Bertolucci, hay escenas mucho más sugerentes.Por ejemplo, ese juego de situarse, él y ella, frente a frente, desnudos, en busca de apocalípticos orgasmos sin tocarse. Más atractiva que la escena de la mantequilla es el culto al cuerpo de Maria Schneider, sus curvas suaves, su negro y espeso felpudo: la burguesita sin prejuicios que empieza a replegarse cuando advierte que el abismo está a punto de tragarla; y que cada rudeza escatológica del amante innombrable pretende dinamitar todos los puentes con la clase que la protege y a la que pertenece.

Yo creo que El último tango en París deprimió a más de uno, pues la escena de la mantequilla, en el terreno erótico y visual, no es para tanto. Como toda la película, ese momento es vitriolo puro contra los fundamentos sentimentales y morales de la sociedad.Eso es lo que cerró la frontera a El último tango en París. Aunque aquí se prohibieran o se censuraran películas, algo habíamos avanzado en materia de sexo. Hacía años que las suecas poblaban de escuetos biquinis nuestras playas y convertían en sodomas y gomorras los pueblos del litoral mediterráneo. El turismo, aunque atentara contra los valores tradicionales de España, era fuente de recursos económicos; ante la economía no hay moral que valga. Y como a muchos esos valores eternos les importaban un rábano, se entregaban al relajo y la liviandad y se tiraban al monte; mejor dicho, a la playa.

El personaje que encarna Brando no es un pesimista o un amoral; es un ser de otra especie al que la esposa se le acaba de suicidar, poniendo perdido de sangre el miserable hotel en que vivían: soledad absoluta, resentimiento sin fin, conciencia de una singularidad moldeada por códigos morales que le son ajenos. Maria Schneider es una burguesita liberada que va en busca de piso para matrimoniar decentemente y a los 10 minutos se monta un polvo a lo bestia con Brando, aspirante también a inquilino. La escena de la mantequilla -que bien pudiera haber sido la tópica vaselina- era ansiosamente esperada por los peregrinos españoles; hubieran querido tener un mando de aceleración, saltarse las otras escenas y llegar directamente a ella sin farragosos preámbulos.

Tiene el inconveniente de que nos oculta la primavera de los cuerpos desnudos; sobre todo la primavera de Maria Schneider, a la que sólo se le ve el glúteo derecho, como si un pudoroso practicante fuera a ponerle una inyección; en cuanto a Brando era ya otoño dorado y bien hace Bertolucci en desnudarlo lo menos posible. La escena de la mantequilla, en vez de una alegre lección de Kamasutra y jolgorio sodomita, es una venganza contra el mundo.No hay alegría, sino rencores, ganas de joder la marrana. Más que el alborozo de los cuerpos y la revelación del placer, se convierte en una agresión sin miramientos. En ella adquiere doloroso significado la frase de dar por el culo como sinónimo de hacer la puñeta y causar mal, aligerando el trance, eso sí, con mantequilla en vez de la tópica vaselina.

El desguace de un mundo al que pertenece, que le pertenece por educación y por costumbre, y al que su amante ocasional está poniendo cargas de voladura, asusta a la burguesita osada y sin barreras. Decepcionó a muchos, pues la transgresión, pese a la indudable violencia, es más espiritual e ideológica que física.La gente iba buscando lo que no era; y aunque se la hubieran contado con detalle, los detalles auténticos, el intríngulis no querían ni debían captarlo. No era lo que se esperaban, pero es un elemento clave en la arquitectura ideológica de la película.La sodomización se acompaña de una diatriba feroz contra la familia como institución, que Marlon Brando obliga a repetir a la aterrorizada burguesita mientras la sodomiza; como una oración diabólica, como un rezo desesperado y maldito.

Ahí la libertad empieza a ser atormentada posesión y el territorio absoluto del piso, sin nombres y sin recuerdos, se hace tierra inhóspita; toda pulsión erótica deja de ser aventura y se convierte en amenaza. La burguesita tiene un novio con el que piensa engendrar dos hijos, niño y niña, a los que pondrán de nombre Fidel, por Castro; y Rosa, por Luxemburgo.

Gracias a la suegra, la madre de la esposa que se suicidó poniéndolo todo perdido de sangre, hemos sabido que el personaje de Brando se llama Paul. Cuando Paul, enloquecido y enamorado hasta la posibilidad de matrimonio, quiera saber su nombre, morirá. Con la revelación le llegará un disparo a quemarropa: «Me llamo Jeanne».Sin embargo, nunca supo que él se llamaba Paul. De Maria Schneider nunca más se supo. A lo peor quedó aniquilada por Paul; a lo peor dejó el cine y tuvo esos dos hijos que deseaba Jeanne.

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