Abate Marchena el personaje andaluz

Vamos a ver, señoras y señores de Canal Sur: ¿Cuándo van, ustedes, a preparar una serie sobre el Abate Marchena? ¿Dónde van a encontrar un personaje andaluz más increíble que éste? Y miren que casi los hay; y en mis presencias he sacado a muchos. (Lo digo con la autoridad moral que me da alguna pasada renuncia; y con la futura anunciada de que no quiero ser el guionista. Vale).

El Abate Marchena ni era abate ni nació en Marchena. Al parecer no pasó de las órdenes menores y nuestro José Marchena Ruiz de Cueto fue parido en Utrera el 18 de noviembre de 1768. «Sus padres eran labradores de mediana fortuna», nos cuenta Menéndez Pelayo en la impagable Historia de los heterodoxos, donde me atrevo a decir que, por debajo de obligados anatemas, el tremendo Don Marcelino siente una admiración insumisa por el utrerano. Son muchos los glosadores de Marchena que maman de las ubres de Menéndez, porque realmente lo estudió bien. Aunque empieza por llamarle «propagador de la sofistería del siglo XVIII en España» y cosas así; pero también «ejemplo lastimoso de talentos malogrados y de condiciones geniales potentísimas». Sigamos con él.

«Aprendió maravillosamente la lengua latina»... ¡Y tanto! Como que fue capaz de inventarse un falso Petronio, y los más doctos eruditos se tragaron la gruesa bola. Y también de Catulo (del Catulo verdadero tienen ustedes no muy lejanas versiones del poeta ruteño Mariano Roldán y del latinista en Huelva Ramírez de Verger). En España la muy tolerante Inquisición lo persiguió pronto y tuvo que huir a Francia. Hervía allí la Revolución y el exaltado andaluz siguió a Marat y entró en la redacción de L'ami du peuple. Pero la desmedida afición maratiana a cortar cabezas hizo que Marchena se fuera con los girondinos, que al cambio actual serían como centristas. Y terminó en la cárcel: calabozo número 13. En la prisión inventó una nueva religión, que según él «valía tanto como otra cualquiera», y mortificaba a un vecino del gremio pío -era benedictino- con blasfemias teologales.Caían guillotinados los girondinos uno tras otro, y a Marchena no le tocaba nunca.

Así que escribió a Robespierre (Marat ya había sido asesinado en su bañera por la dulce Carlota Corday, gracias a lo cual lo pintó David: como dijo el difunto, a propósito de la voladura del otro difunto, no hay mal que por bien no venga). ¿Y qué le dijo Marchena a Robespierre?: «Tirano, me has olvidado»... No se detenía la saturnal revolucionaria y también el atildado jacobino fue guillotinado. Marchena salió de prisión y trabajó con el Comité de Salud Pública. Pero fiel a su hábito de joder la marrana y respetar al marrano (luego contaré cómo) otra vez se enfrentó a los que mandaban y acabó en el destierro. A principios de siglo (el XIX) ya está con Napoleón, que llevaba la Revolución en la grupa de su caballo y viene a España con Murat. De nuevo la Inquisición se mete con él y lo mete en la cárcel, y el mariscal francés lo saca de allí por las bravas con los fusiles de sus granaderos.No olvidemos que Marchena era el secretario de Murat. Fue director de la Gaceta nombrado por el reformista rey José y con él tuvo que salir para Francia. Volvió a España cuando el Trienio Liberal y no encontró gran acogida porque todos le temían. Murió en 1821 y razón tiene Max Aub al recordarlo: «Así se paga en España la falta de conformismo». Gran verdad. Pues si aplicamos a su vida mi canónica división de pelotas, síseñores, indiferentes y contestatarios, claro está que el gran Marchena fue un excelso ejemplo de los últimos.

Le hicieron «pomposos funerales y pronunciaron en su entierro algunos discursos», recuerda el glosador cántabro, después de haberlo dejado «morir en el abandono y la miseria». Y por eso le coloca este epitafio latino: Laudantur ubi non sunt, cruciantur ubi sunt. Que traducido vulgarmente podría ser: «A burro muerto, cebada al rabo». Se los elogia cuando no están, se los atacó cuando vivían. El remate de Menéndez Pelayo es zoológico: «De continuo llevaba en su compañía un jabalí que había domesticado, le hacía dormir a los pies de su cama, y cuando, por descuido de una criada, el animal se rompió las patas, Marchena, muy condolido, le compuso una elegía en dísticos latinos, convidó a sus amigos a un banquete, les dio a comer la carne del jabalí y a los postres les leyó el epicedio».

No conozco ese poema necrológico en honor del honrado y sabroso jabalí; pero, en sus Mil años de poesía española, el severo Francisco Rico incluye el «Apóstrofe a la libertad», cuya última estrofa copio: «A Jefferson y a Washington inflamas/ en tu sagrado amor, y otro hemisferio/ consume luego entre voraces llamas/ los monumentos de su cautiverio./ Tu santo ardor por la nación derramas,/ y de las leyes fundas el imperio,/ siempre absoluto, porque siempre justo,/ que la igualdad social mantiene augusto».

Fue también periodista, según hemos visto. Y antes de lo visto creó en Madrid a finales del XVIII un periódico -El Observador- que la Inquisición prohibió al sexto número. Modelo de la prensa crítica de entonces, en El Observador luchaba Marchena contra la ignorancia española; a la que encontraba hija -en el ámbito del conocimiento- del oscurantismo clerical, y en el mundo de la moral del conformismo y la sumisión. Mal camino llevaba el de Utrera. En ese tiempo, hacia 1788, fue cuando tuvo que huir a Francia y su destierro por primera vez, pues ése es el destino de los españoles con criterio propio: el exilio exterior o interior.

¿A qué aludía nuestra erudita fuente de heterodoxos cuando habla de «la sofistería del siglo XVIII»? Pues a la Ilustración, aquel impulso de valor que tuvo el hombre para usar la razón y transformar la realidad con ella. Y no faltaron andaluces en este empeño reformador, por cierto que muchos fueron «clérigos semivolterianos» de la llamada Escuela Sevillana, como Arjona, Reinoso, Lista, Blanco White, Roldán, Mármol... Y de otros béticos lugares con otra gente, de la clerecía o no, con el fermento de la estancia sevillana de Olavide, el ejemplo de Cadalso, de José Joaquín de Mora, de López Cepero y de tantos más.

Acerca del olvido de Marchena, señalado aquí por Max Aub, la historiadora del periodismo Mª Dolores Sáiz, al recordarlo por su parte, presenta el testimonio de Morel-Fatio: «En el contingente poco numeroso proporcionado por España a la Revolución Francesa José Marchena, el republicano andaluz, que sirvió a esta causa con su talento y su esfuerzo y estuvo muy próximo a sacrificar su vida, ocupa indudablemente un primer puesto».

Recogido queda y que no quede en el olvido, por nuestra parte, esa presencia andaluza en la Revolución Francesa en la que el de Utrera fue primero.

Por desgracia la recíproca no fue cierta, ni siquiera en un grado todavía menor. Y no nos hubiera venido mal, sino al contrario, algo semejante aquí... Pero, en fin, la historia es como es y no como a nosotros, a mí, me hubiera gustado que fuese. ¿Y fue la historia de José Marchena Ruiz de Cueto como a él le hubiera gustado que fuese? No sabemos. Con eso entramos en el reino de lo auténticamente falso -tan cercano, por cierto, al verdadero- y en algo así como sus inventadas recreaciones de Petronio y su convite y del amoroso Catulo... Sí que fue Marchena un enamorado impenitente de las causas perdidas, casi siempre coincidentes con la lucha por la luz, con el atreverse a saber de la Ilustración.Más cercana al tan difamado rey José I que a Fernando VII, al que hasta los más acendrados monárquicos se atreven a llamar el Rey Felón.

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