Tengo una Harley Davidson

Todo empezó en 1903, en un destartalado taller de Milwaukee, donde dos jóvenes amigos, William S. Harley y Arthur Davidson, decidieron que estaba hasta las narices de pedalear y decidieron construirse una motocicleta. Dos décadas después diseñaron un motor bicilíndrico en V «twin» a 72 grados. Y de ahí a la eternidad. Había nacido un mito americano y -como casi todo lo de allí- universal: las Harley Davidson.

Luego vino lo que vino, la Panhead de 1948, la primera Sportster plagada de cromados en 1957 y la comunión entre motocicleta y juventud rebelde. La cultura de masas se encargó de lo demás.



Las «Angeles del infierno», forajidos del siglo XX a lomos de Harley que tan bien retrató el gonzo del Nuevo periodismo Hunter S., Thomson; Easy Rider, «al vent la cara al vent» con un porrito en la boca, en versión custom de Peter Fonda y Dennis Hopper y todo el rolló ácido de California que va de Ken Kesey y sus fiestas de licenciatura del ácido, al rock psicodélico de Hot Tuna, Grateful Dead o la impagable Allman Brothers Band (cuyo doble en directo At Filmore cast bien podría servir de banda sonora para la lectura de este papel).

Las Harley Davidson forman ya parte de la historia walk on the wild side de la cultura occidental, pero ojo, que no es cromado todo lo que reluce. En el rollo Harley comienza a haber mucha mística y mucho pijo barrigón, entre otras cosas, porqué una «Softail» medianamente digna sale por unos dos kilos y medio en el concesionario más próximo.

Y si encima eres un peludo de chupa de piel con contrato basura por toda garantía, el banco no te da ni un clavo. O sea que la cosa está cruda. Siempre queda la copia, el clónico, esas virguerías de Virago, Vulcan o Shadow que hacen los japoneses; pero para un auténtico y maldito custom, eso es mierda nipona, aunque sea asequible incluso para el Centurion más hediondo. Así las cosas, lo más probable es que, nueve de cada diez pilotos de Harley que os encontréis por la carretera, sean urólogos, arquitectos u operadores de bolsa.

Y no es que ya no existan Hell s Angels, ni tipos peludos de chupa destrozada, lo que sucede es que el mito americano se vende en un concesionario de la calle Calvet en Barcelona, con mecánicos vestidos de uniforme Harley y vendedores trajeados y plucros que atienden al cliente con modales de la mejor escuela de pago. Así ya me contaréis.

En el asfalto de la Barcelona motera, los auténticos custom andan más bien por las alcantarillas. Tiran de modelos del año de la pera, de gama baja (Sportster 883) y, encima, más sucias y destartaladas que las aceras del Eixample.

Lo de Chicago a L.A. estaba bien para el Ruta 66 que popularizaron los Rolling Stones, pero aquí la cosa se queda en de l Hospitalet a Castelldefels -histórico punto de reunión de los custom catalanes-, y gracias. Y así luce la greña a los presuntos forajidos de la red del Ministerio de Obras Públicas.

Los centuriones enchironados esta semana por la juez son unos manguis de esa calaña ponzoñosa de moteros que desprestigian al auténtico custom salvaje del mito americano, «monstruoso gruñón de ano feroz que atraviesa a velocidad máxima el ojo de una lata de cerveza y sube por la pierna de tu hija sin pedir cuartel ni darlo», según definición de Hunter S.Thompson.

No me creo nada eso de que son la delegación local de los Hell s Angels, porqué tienen las motos hechas un desastre, los cromados una calamidad, no tienen ni puta idea de donde está Milwaukee, ni de quien era Jerry García. ¿Cómo coño van a ser ángeles del infierno si no pasan de ser unos chorizos broncas de barrio periférico?

Las tribus urbanas de esta ciudad se merecen un respeto y más las que tienen dimensión internacional y tradición turbia y feroz. Para ser Hell s Angels (que los hay y muchos todavía) deberían establecer una denominación de origen, una homologación o algo por el estilo. ¿Por qué la UNESCO no los declara patrimonio de la humanidad y nos evitamos malas copias que quieren marcar mucho para salir en los periódicos, pero que no pasan de ser una pandilla de indeseables? Nada de centuria; manípulo y gracias.

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