La alfombra maldita hay que leerlo
Sabe Dios cuán accidentado había sido el peregrinaje, cuántos suelos había cubierto aquella vieja alfombrona que permanecía enrollada e inútil en el hall de la casa de Cándido: no había habitación de tamaño suficiente para ella y cortarla le parecía a su nuevo heredero un crimen. Recordaba Cándido haberla pisado por última vez durante los años cincuenta cuando descansaba sobre el salón comedor del piso de la madrileña calle Padilla donde pasó sus postreras brevedades su tío Recaredo, a quien había correspondido la susodicha en una de las innumerables partijas hereditarias que, misteriosamente y desde geografías y apellidos diversísimos, habían convertido la casa de Padilla en lóbrega almoneda de la gloria antigua.
Tal era la prodigalidad de las hijuelas que una muchedumbre de muebles descabalados inundaba el hogar reduciendo el espacio habitable a escasas cavernas practicadas en su espesura. Buen número de habitaciones habían sido clausuradas y convertidas en almacén de chirimbolos y armatostes. Y un aroma rancio a polvo inevitable «pregnaba» el domicilio. El pasillo que debía abrir camino hacia los aposentos interiores estaba prácticamente cegado por una irregular ristra de antigüedades, armarios de limoncillo, bargueños, arcones, escritorios, tapices y retratos de nonos próceres con marcos de «orificia» o labrados en «papier-maché». Una librería isabelina ceñía con plomiza majestad el recodo final, mostrando una vetusta colección de la enciclopedia Espasa...
Cándido tenía ocho años cuando, las tardes de los jueves, visitaba con su madre el oscuro museo de sus tíos. Invariablemente, tras atravesar la jungla del pasillo, Lola, la mamá de Cándido, llegaba al salón comedor, protestando con risas nerviosas por el moratón canalla que, a buen seguro, le saldría a causa del porrazo que se acababa de propinar contra la cantonera del bargueño enemigo.
Con la excepción de don Recaredo y su esposa, doña Brígida, dos cominos consumidos por la edad, los visitantes, si querían salir indemnes de la aventura, debían atravesar el alevoso pasillo de canto y con rigurosa concentración. En el salón comedor, invariablemente, don Recaredo les recibía con una cortés sonrisa desde su silla. Cándido se esforzaba en recordarlo de pie, pero no podía.
Don Recaredo siempre estuvo así, como una antigüedad más, depositado en una silla labrada, de respaldo de terciopelo, frente a una mesa de nogal enorme, sembrada de papeles, cortaplumas, tinteros, plumieres y otros objetos de escritorio. Trabajando. Escribiendo siempre, minuciosamente.
Deslizándose por el filo del cartabón (apoyado sobre la hipotenusa de la escuadra) un lápiz faber blando iba trazando paralelas rigurosamente equidistantes sobre el blanco del papel barba. Luego, primero «a lapicera» tenue y más tarde ciñendo el plumín sobre el débil garabato a carboncillo que servía de guía, iba rellenando las hojas con su tembloroso pulso de elegante caligrafía. Don Recaredo era el último monje amanuense y había empeñado sus postreros años en una obra ingente, incatalogable, que habría de coronar su vida. Con la perseverancia que caracteriza la devoción auténtica, cada seis meses su fina silueta de hidalgo viejo concluía un nuevo volumen que era delicadamente encuadernado a la holandesa o media pasta, con lomera bermeja, forro de tela y guardas de fantasía. Pero no se crea que el contenido desmerecía el primoroso cuidado de su presentación. Don Recaredo no se había dejado llevar por la soberbia de su abolengo y lo dilatado y rico de su biografía. Por el contrario la generosidad de su talante había puesto su mano erudita al servicio de glorias ajenas. Era un copista humilde y su gigantesca obra llevaba por dorado título: Los mejores artículos de ABC.
En el escrupuloso índice final de cada tomo figuraban rótulos, como El despacho notarial en que hizo testamento Eugenia de Montijo, Antropófagos, Historia de un cuadro que no se llegó a pintar, Uniformes de la Armada, La acusación de Carolina Ciano a Raquel Mussolini o Los nidos de las águilas, y firmas señeras, como las de Cortés Cabanillas, el Marqués de Santo Floro o José María Pemán. Pero donde el espíritu «fruente» de don Recaredo más se recreaba era en las capitulares que inauguraban los artículos. Horas enteras su temblona pluma se disipaba en la molicie de las versales; y era particularmente la E, una E gótica, profusamente historiada, su orgullo principal. Una hoja de afeitar raspaba con enamorado tacto las rugosidades, barbas y leves chirlas de la tinta que sobresalían en los perfiles de la capitular. Y una húmeda y blanda goma de borrar completaba mimosa la limpieza de la plana. Fue don Recaredo quien incitó a Cándido en la gozadera afición a las letras.
En aquellas largas veladas de los jueves debía mantenerse el niño sobre el duro asiento de una silla de palo de rosa, en respetuoso silencio, mientras, acabado el té, los mayores jugaban a los naipes. Regularmente era el pinacle su distracción favorita. Pero si Lola intervenía en la partida, los ancianos anfitriones condescendían a la canasta o el tresillo dada la incapacidad y origen . humilde de la mamá de Cándido para más distinguidos pasatiempos.
Sólo pasados algunos meses, cuando se consideró prudente y conforme a su desarrollo desvelar al sobrino los secretos de las cartas se incorporó a Candidito a la timba, eligiendo para la ocasión un juego de menor ambición y señorío: el julepe. Pero entretanto, mientras ese honor no fue concedido, el mequetrefe era aherrojado sobre la silla con admoniciones de buen comportamiento y un puñado de cuartillas en blanco para que con la escuadra y el cartabón se entretuviese en el ejercicio de las rectas paralelas. Tal vez la china tortura de aquellas horas forzó a Cándido a la ocurrencia de presentarse un buen día con un montoncito de fichas bajo el brazo. En las escasas líneas de aquellas pequeñas cartulinas, con letra enorme y desigual, había comenzado el crío, ante la inquietud de la madre, su primera novela, y, consecuentemente, sus eternos problemas.
Candidito en el internado, que así se titulaban las cartulinas, era una cruenta y sombría narración de colegio, preñada de crímenes grotescos, sórdidos, y charcos de sangre infantil que teñían de púrpura la inmaculada nieve de un paisaje imposible. Traviesos chiquillos de prietas y pícaras carnes arañadas por la maleza en su corretear excesivo y su alegría culpable, víctimas de la tentación del juego, encontraban merecida muerte en los tenebrosos bosques que rodeaban el internado a manos de víboras justicieras o tuertos y sucios vagabundos, ex presidiarios que cortaban mendrugos con navaja cabritera y masticaban ruidosamente sin cerrar la boca, sin urbanidad alguna, semiocultos en frondosidades prohibidas. Don Recaredo posaba a Cándido sobre sus rodillas y leía en voz alta, con fervor fingido, pero suficiente, las fichas rellenas por el niño desde el último jueves.
Acabada su lectura corregía la desigual inclinación de las «tes», discurría sobre la inutilidad de ese palo horizontal que quería adornar, con singular ordinariez, el rabo de las «qus», alababa los adelantos sintácticos y cálamo currente de la criatura, y enseñaba tres o cuatro palabras nuevas, tales como «alcatifa», «linaje», o, incluso, «televisión». Luego, mientras ellos echaban una mano de tresillo, Candidito se enfrascaba en la continuación de su terrorífica novela, tomando el lápiz entre sus dedos del único correcto modo, «erquido» sobre la silla de palo de rosa y sin poner los codos sobre la mesa.
Todas las tardes de los jueves se repetían en el piso de la calle Padilla parecidas escenas. Pero hubo un día especial, inolvidable, una jornada difícil en la que se diría que los duendes se habían apoderado del cuerpecito de Cándido. No podía parar el rapaz, carne que crece no puede estar quieta.
Tenía los nervios a flor de piel, se le habían metido los demonios basiliscos en sus tripitas y daba vueltas y vueltas alrededor de la mesa de los mayores con la cabeza gacha, amenazando bibelots y jarrones de porcelana. Los incansables toques de atención de su avergonzada mamá no causaban efecto. «Pórtate bien, Cándido, decía; mira que no te volveré a traer». Pero el niño, en cuanto su madre reanudaba la partida, resbalaba de su silla, se dejaba caer en la alfombra y zascandileaba nervioso entre las piernas de los jugadores... Fue la experiencia de don Recaredo la primera en percibir la raíz del desasosiego mozalbete. Saltaba Candidito sobre la alfombra como a la caza de despavoridos saltamontes. Pero su disimulado afán era otro: quería desentrañar el significado de la borrosa divisa que, alrededor del escudo familiar tejido en el tapiz, lucía en letras púrpuras...
Aquella tarde don Recaredo colmó el gusanillo de su sobrino lanzándose a cuatro patas bajo la mesa ante el alborotado escándalo y estrepitosa vocinglería de los adultos. «Este hombre no tiene remedio», barbotaba doña Brígida, mientras el viejo y el niño gateaban bajo el palio de nogal y las señoras se bajaban las faldas y protegían sus medias de los enganchones, miradas y cosquillas espeleólogas. Allí, en aquellas íntimas y hóspitas bajuras, Candidito escuchó boquiabierto la enamorada disertación del anciano, avaricioso de antañonas referencias con que obsequiar el espíritu de las nuevas generaciones, gustosísimo de toda señoril evocación, buscando, en la porosa alma del sobrinito, barbecho donde sembrar la pasión hacia su propia rama.
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