Emma Stone y su larga marcha
A olvidar». El New York Times no se anduvo con tonterías. La noche de los Oscar fue para el gran rotativo norteamericano un espectáculo lamentable. Sin embargo, la prensa española se volcó, como pocas veces, con la gala del Dorothy Chandler Pavilion, un templo que, parafraseando la conocida exageración de los Beatles respecto a Jesucristo, es ya casi tan conocido como la Basílica de San Pedro. Una ceremonia larga -tres horas y treinta y dos minutos, algo menos que un discurso de Fidel Castro-, plana, tediosa y fría, bien pudiera justificar la condena al olvido.
Ni las bromas consabidas de Billy Cristal, ni la pimienta de las alusiones políticas, ni el desfile de engalanadas celebridades con lazo rojo, ni las anodinas y discutidas coreografías de Debbie Allen -la profe de Fama-, ni la excelencia de buena parte de los candidatos y la consiguiente emoción por el resultado, ni los nuevos -e inciertos, por lo demás- aromas de la era Clinton, ni la dedicatoria y dedicación de la velada a las mujeres, ni la tensión callejera por las protestas feministas, ni nada, nada logró arrancar a la 65 edición de los Oscar una chispa, un fulgor, un destello, una brizna de emoción que no estuviera dentro de lo discretamente previsto y previsible.
Ni las bromas consabidas de Billy Cristal, ni la pimienta de las alusiones políticas, ni el desfile de engalanadas celebridades con lazo rojo, ni las anodinas y discutidas coreografías de Debbie Allen -la profe de Fama-, ni la excelencia de buena parte de los candidatos y la consiguiente emoción por el resultado, ni los nuevos -e inciertos, por lo demás- aromas de la era Clinton, ni la dedicatoria y dedicación de la velada a las mujeres, ni la tensión callejera por las protestas feministas, ni nada, nada logró arrancar a la 65 edición de los Oscar una chispa, un fulgor, un destello, una brizna de emoción que no estuviera dentro de lo discretamente previsto y previsible.
Con todo y con eso, la noche se presta a comentarios. Llama mi atención, en primer lugar, la forma en que la pasión cinéfila desborda a la ecuanimidad. La primera ganadora de la sesión ha sido la primera víctima de las horcas. Cuando se pronunció el nombre de Marisa Tomei como mejor actriz secundaria, un escalofrío de estupor y de indignación recorrió el mundo. Allá estaban nada menos que Vanessa Redgrave, Joan Plowright y Miranda Richardson, tres joyas de la corona británica, junto a la estupenda australiana Judy Davis. Y resulta que no, resulta que el premio iba a parar a una chica con aspecto de criadita, vestida como con traje de boda pobre e intérprete de una peliculilla, Mi primo Vinny, tan prescindible que ni los conspicuos comentaristas de Canal Plus sabían que se había estrenado en España.
«Ya iremos a verla cuando la pongan», dijeron, proyectando un viaje por el túnel del tiempo al verano pasado. Resulta que Marisa Tomei, esa horterilla de Brooklyn, lleva años haciendo el mejor teatro en Nueva York -piezas de Joe Orton y Tennessee Williams, entre otros-, dentro y off-Broadway, y ha sido dirigida ya por Alan Rudolph, Sir Richard Attenborough y Tony Bill, lo cual, desde luego, no la consagra necesariamente como una gran dama de la escena y de la pantalla -no tiene edad-, pero descarta su presunta condición de intolerable intrusa mindundi. Sin duda, Marisa Tomei fue una de las grandes triunfadoras de la noche.
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